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Sepulturero sin sueldo

  • Redacción La Lupa
  • 6 oct 2015
  • 3 Min. de lectura

A Carlos Barragán no lo asusta nada. Lleva 19 años enterrando y exhumando los cadáveres de los habitantes de Chía, sin un salario fijo, pero con la tranquilidad de servir a la comunidad desinteresadamente.

Don Carlos es un hombre callado, tranquilo, de caminar pausado y amante del arte que se esconde entre las tumbas. Aprendió el oficio de su padre, anterior guardián de los muertos de Chía y quien los cuidara durante más de 45 años. Al fallecer su padre, esta importante pero ingrata labor cayó sobre sus hombros. Es fácil reconocerlo entre los visitantes del cementerio por el sombrero de ala corta que usa con orgullo “como los abuelos”, dice.


Su empleador, en teoría, es la Parroquia, pero no recibe sueldo de ellos. “Alguna vez habíamos acordado que me iban a pagar la mitad de un mínimo pero no volvieron a pagar”. Hoy en día vive de los trabajos que hay oportunidad de hacerle a los dolientes. Tapa las bóvedas y hace la exhumación de los cuerpos. “Se cobra 45 mil pesos si la bóveda es en mausoleo y 40 mil si es parroquial”. La parroquia cobra 350 mil pesos por el alquiler durante 5 años de una de las casi 3 mil tumbas que hay en el cementerio.


Hay semanas e incluso meses en los que no se entierra ni un solo cadáver. “La semana que más enterramos podemos sepultar 7 personas, pero hay semanas que ninguna. Hay semanas que se muere gente pero la llevan a cremación, y como aquí no existen las formas pues las trasladan para Bogotá”. Las exhumaciones también deben pagarse, pero con suerte se realizan 2 a la semana.

Como admirador de las finas obras, el sepulturero tiene sus obras favoritas. Enseña con gusto las cruces que tallaban los abuelos en piedra y conoce cada detalle. Sus mausoleos favoritos son los de la familia Pulido, cuidadosamente elaborado y que cuenta incluso con oratorio propio, y el de los Gaitán, construido en retal de mármol.

Su papá le enseñó a no tener miedo, pero respeto sí; exactamente el mismo respeto que exige a los visitantes, aunque existen casos que superan su estricto control. “A menudo se ven los mariachis, gente que echa pólvora adentro del cementerio, otros que llegaron a echar tiros. Eso se ve de todo”.


Asegura que nunca lo han asustado, pero hay gente que si ve cosas. “Eso es psicológico. Si usted entra con miedo seguro que lo asustan”. El sepulturero recuerda con especial intriga una exhumación que no fue normal ni para él, que lo ha visto todo. “Alguna vez por una orden de un juzgado hubo que exhumar el cuerpo de una persona que llevaba como 6 años sepultado. Vinieron del juzgado y sacamos el cadáver. Cuando medicina legal destapó el ataúd y empezó la inspección parecía como si tuviera 2 meses de sepultado”.


Él tiene su propia teoría sobre la descomposición de los cuerpos y asegura que las personas de antes salían en mejores condiciones porque los alimentos que consumían no tenían fumigo. También da recomendaciones sobre ataúdes, “son mejores los baratos, en tabla burra. Duran más”.


Carlos Barragán ha visto llorar a todas las familias de Chía, pero lo que más odia de su trabajo es ver llorar a los niños. “En el llanto de los niños se refleja su inocencia y un verdadero dolor”. Él también ha llorado; ha tenido que enterrar a su padre, su madre y a una hija, irónicamente, en su lugar de trabajo.


A pesar de estar todos los días conviviendo con la muerte no le ha perdido el miedo. “A mi muerte le tengo miedo porque uno no sabe qué pasa después. Igual es algo que tiene que pasar. Tarde o temprano tiene que pasar”.


Nadie conoce más del lugar que él. Por ejemplo, es tal vez el único que sabe que el 12 de octubre el cementerio cumple 138 años de haber recibido a su primer morador: el <<Señor Doctor Pablino A. Olivos, que murió el 12 de octubre de 1877 a la edad de 56 años>> y quien, según don Carlos, era un cura.


El sepulturero no cree que el lugar se encuentre abandonado, aunque admite que falta mucho interés de la Parroquia y autoridades para mejorar el espacio, construir jardines ahora que no se puede sepultar en tierra y edificar el crematorio. “Si de pronto un día se hiciera una remodelación, a mi modo de ver deberían poner todas esas piedras que están talladas en la entrada, para que la gente las admire”.


No tiene un horario fijo, pero está ahí todos los días para cuidar de las tumbas, que procura que estén ordenadas y tranquilas, como él.

 
 
 

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