María Eugenia y los 80 enanitos
- Valeria Molano Barbosa
- 16 mar 2016
- 3 Min. de lectura
La Fundación Infantes Misioneros empezó formalmente en el año 2001 después de que el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar aprobara los papeles. No es un palacio, pero tampoco una pocilga. Es una humilde casa que alberga a más niños de los que debería.

Caras de felicidad de niños entre los tres y los catorce años se empiezan a asomar en las puertas de la Fundación de Infantes Misioneros, pues la hora del almuerzo se acerca y así mismo lo hacen sus miembros. La pequeña entrada de la casa de rejas blancas, descuidada y desordenada exhibe un sin número de donaciones amontonadas: juguetes, ropa vieja, zapatos, útiles escolares y torres de libros arrumados en las esquinas demuestran que la lectura no es lo más primordial de esta fundación.
Sin embargo, María Eugenia Mancipe, su fundadora, enfatiza que la lectura les importa y mucho. “Los niños de octavo grado de un colegio público leen igual que un niño de tercero de primaria de uno privado. ¡Esto no puede seguir así!” El problema es que los voluntarios que ayudan en la fundación son, en su mayoría, los padres de los niños, quienes tampoco saben leer.
Hace tres años la entrada era solo una cerca de potrero acomodada con palos de madera, muy enclenque. Hoy una reja de hierro enorme, pintada de color blanco cubre la fachada del lugar. Los años la han hecho más vieja pero algunas cosas han mejorado. Al ingresar en el estrecho recinto, hay unas 15 guitarras amontonadas unas encima de otras, los pequeños acaban de terminar sus clases de guitarra con un profesor voluntario.
La Fundación infantes misioneros busca desde sus inicios en el 2001 albergar a los niños de estratos bajos en las tardes, después de que estos salen de sus colegios, ya que ellos no tienen padres o tutores que estén presentes cuando terminan sus jornadas escolares, pues todos tienen trabajos desgastantes, incluso, algunos deben optar por conseguir dos, todo con el fin de mantener a su familia.
Un día en la fundación
A mitad de la tarde, los niños se sientan en el salón principal para recibir el alimento diario, después hacen la fila en la cocina para lavar sus platos. En grupos empiezan a limpiar el lugar, porque a las tres de la tarde, todos los días, hacen su habitual oración de veinte minutos. Le dan las gracias a Dios por las bendiciones recibidas, por tener un techo y una familia, piden por sus seres queridos y, sobre todo, por su fundación. Luego, con dos viejos computadores como sus únicas herramientas de trabajo, los 80 niños de la fundación se las arreglan para hacer sus tareas.

Una maquina para hacer masa de arepas adorna una esquina pequeña de la cocina. Día a día María Eugenia se levanta a las cuatro de la mañana, se alista y prepara una producción de 100 arepas, para venderlas y así poder suplir las necesidades básicas de la fundación. Denisse una de las mamás voluntarias antes hacías las entregas de este producto a domicilio. Tomaba su bicicleta negra, con canasto y recorría las calles de chía. Ahora no puede, hace una semana le hicieron una operación y le sacaron la matriz. Aunque ella no puede trabajar por ahora, la fundación no la ha dejado sola, ha sentido su apoyo y por esto la llama sus segundo hogar, dice que todos la consienten y sobre todo María Eugenia.
Aquí trabajan bajo una filosofía mejor conocida como creación de redes de “capital social”, uno de los términos más utilizados por los desarrollistas en sus discursos el cual hace referencia a los lazos de ayuda y confianza de carácter familiar entre diferentes personas. Si las familias son voluntarias en la fundación, la fundación les da comida y cuida a sus niños. Si las familias no cumplen, a sus hijos los tienen que sacar. La fundación vive de caridad pero no tiene todas las posibilidades de dar sin recibir.
Son cientos de niños los que han pasado por la fundación, pero algunos no tomaron buenas decisiones y hoy en día dos están en la cárcel y una joven de 15 años está embarazada. “La fundación cumple con inculcar valores y guiar a pequeños y grandes a tomar buenas decisiones, pero no puede hacer nada contra el destino”, asegura María Eugenia.
Este no podrá ser el mejor lugar para estar, no es un palacio, pero tampoco una pocilga. Es el segundo hogar de María Eugenia y sus ochenta enanitos.
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